martes, 20 de septiembre de 2016

El chico que fumaba

—¿Te molesta que fume a tu lado?

Aquella pregunta me tomó desprevenida mientras me encontraba asomada por la pequeña ventana de la habitación; ¿Me molestaba? Definitivamente no.

Fumar era algo que él hacía desde que ambos estábamos en la preparatoria, cuando yo era algo parecido a una odiosa señorita y él era mi ciego enamorado. Fumaba cuando acudía, como fiel amante, a las puertas de la casa en que yo me hospedaba y fumaba igualmente mientras caminábamos, con las manos frías, hacia el parquecillo olvidado a las orillas de la ciudad que a mí tanto me gustaba. Fumaba mientras charlaba con él en aquel lugar y fumaba cuando me llevaba de vuelta a casa en medio de la madrugada. Lo que digo, fumaba incluso después de dejarme ir con su mirada llena de callada tristeza.

Cuando yo me volví un poco mayor, él lo hizo también: su espalda se ensanchó, sus facciones maduraron, continuó fumando y aprendió a odiarme.

Sé que nunca lo admitirá para mí en voz alta, pero lo noto en sus suspiros y lo leo en sus silencios; aunque me ama como a ninguna otra mujer, llegó a odiarme. No puedo culparlo, claro está; yo misma llegué a odiarme por el dolor que le causé en medio de mi necia y convulsa inmadurez.

Con un traicionero nudo en la garganta, me volví para contemplarlo; era, simple y llanamente, perfecto. No perfecto como esos modelos de ropa interior ni perfecto como los especímenes que aparecían en la gran pantalla; nada de eso. Ricardo era perfecto; al menos a mí me lo parecía.

Su piel era blanca, tan blanca que a la menor afección se volvía de un color rosado que me generaba una ansiedad tremenda. No era delgado ni tenía una musculatura exagerada, pero eso no hacía deslucir en modo alguno las trabajadas líneas de tinta negra que recorrían su pecho formando la imagen de un enorme ojo, simétrico e impasible, que me miraba desde su piel con fijeza, casi sin moverse con su calmada respiración. Me permití recorrer su cuello y su rostro con mi mirada hasta encontrarme mirando sin recato esos ojos de un color imposible que a nadie parecían extrañar; ojos azul de mar, ojos… ¿Tristes?

—No, no —respondí un tanto ofuscada, comprendiendo de golpe que esperaba mi respuesta para encender el cigarrillo—. De verdad, ¿no crees que si me molestara ya te lo habría dicho?

—¿Segura? —inquirió con su voz ronca.

—Segura, Ricardo —dije, percatándome de que su nombre en mi boca sabía como a néctar y me hacía cosquillas en el paladar—; no me molesta para nada que fumes, de hecho…

Me quedé callada de golpe. “De hecho, me gusta”, eso era lo que había estado a punto de decir, ¡vaya tontería!

No podía decirle que me gustaba aquel bendito hábito con sus matices suicidas, no podía decirle que disfrutaba la forma tan sutil en que se destruía a sí mismo mientras yo lo miraba sentadita y sin hacer nada, como una buena chica.

Pero, ¡demonios! ¡Cómo me gustaba!

Me gustaba sentir el humo de su cigarrillo inundando la habitación y colándose furtivamente en mis pulmones; adoraba el traicionero aroma del tabaco, que golpeaba mi nariz cuando besaba sus manos y que se impregnaba en mi cabello cuando hacíamos el amor; adoraba también el sabor… su sabor.
Me gustaba que fumara a mi lado porque era como si toda su esencia se derramara intensamente a mi alrededor, llenándome de vida y recuerdos, llenándome de él y de nuestra historia.

Ricardo me miró con curiosidad y recordé que, nuevamente, esperaba que yo dijera algo.

—Nada —dije negando quedamente con la cabeza.

—Bueno.

Lo amaba, no tenía ningún sentido negarlo a aquellas alturas del juego. Su voz sonaba tranquila, amable y profunda, como siempre; y, como siempre, aquello bastaba para hacerme estremecer. Esta vez, además, se adivinaba en su respuesta el atisbo de una sonrisa; una sonrisa triste y bella.

Con un gesto tan despreocupado que parecía ensayado, se desordenó el oscuro cabello y cogió su encendedor de la mesita de noche; lo accionó una sola vez y encendió el cigarrillo que segundos atrás había colocado entre sus labios. Dio tan sólo un par de caladas antes de apagarlo en el cenicero de cristal y ponerse en pie, sin un ápice de vergüenza, para acercarse a mí.

Cuando la sábana cayó al suelo pude comprobar por enésima vez lo que sobradamente sabía; que la contemplación de su cuerpo desnudo era algo que, incluso después de tantas noches, seguía provocándome un efecto de paro respiratorio: Era sencillamente inevitable. Se detuvo a mitad del camino, a poco más de un metro de distancia. En ese momento pude sentir como su mirada desvestía mi alma.

—¿Sabes que me encanta tu cuerpo?

Agaché la cabeza al escuchar aquellas palabras; lo sabía. Como la inmensa mayoría de las mujeres jamás me encontraría cien por ciento conforme con mi cuerpo; sin embargo, con los años había aprendido a aceptar el hecho de que a Ricardo y a algunos hombres que habían pasado por mi vida parecía darles igual si era más baja que la media, si mis piernas eran cortas y si pesaba diez kilos más de lo debido. Obligándome a poner atención, me esforcé para sonreír ante el cumplido; sí, jamás podría terminar de creérmelo, pero dedicaba buena parte de mis energías a restarle importancia a ello y agradecer educadamente a sus halagos ocasionales. Él lo sabía, estaba segura de eso, y estaba segura de que mientras estuviéramos juntos no iba a parar.

A veces me preguntaba si sería posible que los años pasaran, que la inminente tormenta que se cernía con imponencia sobre nosotros se desatara con toda su furia y que él y yo siguiéramos siendo de la misma forma que habíamos sido hasta entonces.

Finalmente, lo habíamos prometido.


En mi defensa, a los diecinueve años yo era joven y estúpida.