—No
puedo.
El tono de súplica, apenas disimulado en su
voz, hizo que mi corazón me reclamara —genuinamente acongojado— que me
detuviera en aquel instante, que parara aquella locura y que pusiera un
ultimátum a mi ego. Sí, el volumen de su voz fue lo suficientemente bajo como
para fingir no haberla escuchado, pero el sufrimiento escondido en cada sílaba
era sonoro, claro e inconfundible.
Ella, que ante los ojos del mundo era poco
menos que la más extraña de mis amigas, era la misma que, en las sombras, me
había enseñado a jugar en aquel juego que nos hacía perder la cordura y pedir a
gritos un poco más. Ella era la misma
chica a la que yo le había dicho toscamente que “lo nuestro”, fuese lo que fuese, no era para siempre, y como ella
no había nadie que me hubiera puesto los términos y condiciones de algún
negocio de forma más explícita:
“Haremos
esto así: olvida todo lo que crees saber, mantén tus expectativas al mínimo y
recuerda, esto no es como en las películas.”
Yo accedí, ella accedió y los dos acordamos
callarnos la boca; así comenzó todo.
Siempre estuvo claro, siempre hubo
franqueza y sencillez, como en todo lo que ella hacía: Sólo amigos; amigos con una
linda relación y una dosis discreta de sexo seguro y ocasional que sería
suspendida en cuanto alguno de los dos encontrara a alguien “en serio”.
Sin dramas, sin exclusividad.
Nada escandaloso, nada inmoral, nadie
lastimado.
Recuerdo que varias veces llegué a pensar
que aquello era, simplemente, el crimen perfecto.
Hasta que ella lo encontró.
Odié la forma en la que la noticia llegó
hasta mí puerta; como una tarjeta de crédito sin solicitar o un comentario de
la tía Lola sobre mi incipiente calva: innecesaria, patética, mundana y,
absolutamente, de mal gusto.
“Estoy
con alguien”
Eso fue lo que ella dijo, entre dientes,
con un aire bastante aturdido y con los ojos centrándose en un punto sobre la
nada.
¿Y yo?
Le resté tensión al asunto tan bien como
pude, la felicité con fingida emoción y me prometí guardar silencio sobre lo nuestro, eso que (finalmente) nunca
había sido en realidad, que nunca sería otra vez y que se sentía como una patada
en las pelotas.
Creí que podría hacerlo, pero —aunque,
definitivamente, no la quiero— no se me antojaba posible renunciar a ella,
quien con sus curvas desairadas y sus distraídos desaires me había mostrado una
realidad desconocida; quien, sin amarme nunca, me mostró lo que se siente
perderse entre un océano de telas con la persona correcta.
Fue ella quien me mostró que, con un poco
de trabajo, ninguna voluntad es de acero y que con los movimientos adecuados
hasta el más fiel titubea. ¡Irónico! Que ella, quien me había enseñado a
moverme de la forma correcta, estuviera ahora a mi merced; que ella, que antaño
fuera cazadora, acabara de enredarse sin remedio entre las redes de un juego
que hacía un par de semanas era enteramente suyo.
Ella dudaba, lo supe por el brillo en su
mirada, por el nudo invisible que se adivinaba en su garganta y por el hecho de
que había cerrado la puerta de su departamento ocultándonos del resto del mundo
aun cuando, claramente, estaba segura de mis intenciones. Me extrañaba, lo
deseaba tanto como yo y sólo era necesario que hiciera el primer movimiento
para que se olvidara de él y sucumbiera, de nuevo, ante mi voluntad.
Ante lo
nuestro.
Pero no
podía…
Enterró su rostro en mi pecho con un
quejido lastimero. Vi los ojos marrones, que tanto había visto brillar, ocultos
tras el velo de la vacilación, del miedo. Fue entonces que supe con certeza que
ella no lo amaba aún y que, si había un momento para aceptar que —aunque,
definitivamente, no la quiero— la quería libre y la quería para mí, era ese.
Podría haberle hecho aquello a cualquier
otra mujer en el mundo, no sería algo complicado, pero no a ella.
Nuestro tiempo había pasado de forma
irremediable, como el último suspiro de un desahuciado o como el llanto
incansable de un bebé. Se había terminado, y llegado a ese punto sólo quedaba
una forma de hacer las cosas. Me dije que debía olvidar todo lo que creía saber
y reducir al mínimo cualquier expectativa sobre nosotros y, con un nudo en la
garganta y aquella diminuta mujer encerrada entre mis brazos, me recordé que lo
nuestro nunca fue como en las películas.
Que
lo nuestro, para ser más precisos, nunca había sido.
Entonces, por última vez, me fui.