sábado, 12 de noviembre de 2016

¿Arroz o pasta?

Otra vez comida china, como cada vez que me sentía sin ánimos para preparar algo agradable al paladar o a la vista, como cada vez que prefería evadir mis responsabilidades caminando hasta el restaurantillo más cercano en lugar de conformarme con esa eficiente comida congelada que me mantuvo viva durante mis no muy lejanos años de preparatoria. Hoy compré comida china en el mismo lugar de siempre, con la misma china de siempre y con el acostumbrado “¿arroz o pasta?” que sigue siempre a mi atolondrada petición por el paquete número uno.

Otra vez un paquete número uno, con un guisado, una porción de arroz, una servilleta y un tenedor; un paquete número uno para una sola persona.

Podría parecer monótono visto desde afuera, pero en realidad, existe un encanto particular en esta pequeña rutina… estoy segura de que es así.

Quiero creer que es así.

Subí sintiendo como mis piernas daban pasos titubeantes a lo largo del irregular callejón que lleva hasta el departamento que comparto con alguien que era algo más que un amigo, recorrí escalón a escalón las oxidadas escaleras de metal hasta quedar de frente a la puerta y abrirla, escuchando el cotidiano e inevitable chirrido. Y es que así era nuestra puerta: una completa escandalosa.

Lo primero que hice (después de ignorar olímpicamente el familiar desorden que imperaba en nuestra diminuta cocina) fue llamar a la puerta de mi compañero, lo segundo que hice fue abrirla sin invitación: él no estaba ahí. Suspiré una vez, cerré su puerta y me metí a mi cuarto. Sin mucha parsimonia acomodé mi laptop sobre mi pequeño escritorio y preparé el cuarto de metro cuadrado que me sirve de mesita, dejé los desechables ahí y me puse a escribir, siendo apenas consciente de como el hambre comenzaba a escaparse sigilosamente de mi sistema.

Hoy recibí los resultados de una prueba, decir que no fueron buenos es ser demasiado condescendiente: fueron sumamente mediocres. No estoy orgullosa de ello, pero realmente creo que no era necesario que el profesor nos dijera que era difícil que aprobáramos el curso si habíamos fallado en este examen; de entrada, no es del todo cierto y, por otro lado, ¿qué tipo de mente retorcida debes tener para incitar a tus alumnos a abandonar sólo porque la posibilidad de éxito, además de “mínima”, requiere demasiado esfuerzo? Claro, todo esto es totalmente irrelevante, pero quizá esa desazón fue lo que, hace unas horas, me motivó a coger mis audífonos, seleccionar la música más ruidosa y el volumen más elevado, ponerme un vestido y salir a comprar, otra vez, comida china.

No era que siempre que compraba comida china lo hiciera por haber experimentado algún tipo de decepción en mi andar cotidiano.

Pensar eso sería estúpido.

Claramente, como estudiante de ingeniería y como chica narigona y rellenita solía recibir bastantes desaires. A veces uno cada dos semanas, a veces siete cada dos días y en ocasiones uno con cada comida o con cada final de mes. No estoy diciendo –en modo alguno– que la gente fuera mala conmigo, soy bien consciente de que la mayoría de las personas a mi alrededor vivían al día, demasiado concentradas en sus propios complejos como para invertir su tiempo en hacer sentir desairada a una chica totalmente ordinaria; lo que digo es que, a los veinte, yo era una persona especialmente predispuesta a desairarse.

A veces simplemente bastaba un comentario sin malicia, otras veces era suficiente con que me mirara de reojo al espejo y me pareciera que existía una recta de pendiente infinita donde debería haber estado mi cintura, muchas veces la sensación de poder haber hecho las cosas mejor de lo que me interesaba era asfixiante… en ocasiones, de hecho, bastaba con comprar comida china para hacerme sentir que era, otra vez, una especie de broma de mal gusto.

Fracasada, pequeña, rota.
Común.
Intrascendente.
Pesimista.

Extraordinariamente talentosa para encontrar palabras autodenigrantes.

Cínica.

Escuché el sonido metálico de los pasos en la escalera y reconocí el pesado andar de mi compañero. Me levanté sin mucho ánimo y cerré la puerta de mi cuarto, al tiempo que me preguntaba si yo hacía el mismo ruido siempre que llegaba al departamento. Me senté y volví a escribir; lo escuché buscar sus llaves, hacerle cosquillas a nuestra sollozante puerta y entrar resoplando hasta su cuarto. Algunas veces se encerraba y no me hablaba a menos que fuera estrictamente necesario, y cuando lo hacía siempre evitaba mirarme a los ojos a menos que tuviera esa mirada amenazante que decía con toda claridad “no molestar”; otros días llegaba con las pupilas brillantes, me abrazaba, se sentaba en mi cama y comenzaba a hablar sobre cosas que podían o no ser geniales. Algunas veces me recostaba a su lado y dejaba que me abrazara mientras pensaba en lo mucho que le quería, otras veces recordaba las cosas por las cuales le detestaba con toda sinceridad.

Pasaron unos minutos antes de que llamara secamente a mi puerta.

Pasaron unos segundos antes de que, como siempre, me levantara para dejarle pasar.
Miré sus ojos fríos y reparé de paso en su postura ligeramente encorvada, cuando me encontré con su sonrisa torcida y sentí que mis labios temblaban un poco me pregunté cómo habíamos llegado hasta ese punto. La pregunta se quedó atascada en mi garganta, como tantas otras veces se habían quedado ahí las palabras de amor o las súplicas calladas de que me dejara hundirme sola; la verdad de los sentimientos que aún no comprendía permaneció oculta detrás de mis ojos, mis gafas y mi cabello despeinado y sólo fui capaz de mostrar una sonrisa que intentaba ser cálida.

—Hola —dijo él.

—Hola, ¿ya comiste? Fui con mi amiga la china, hay arroz y rollitos primavera… no voy a terminármelo todo, ¿gustas?

Me miró con su perpetuo aire de congoja y se sentó en la cama, mientras bufaba algo así como “sí, ahorita”. Después de un par de minutos en silencio abrió la cajita de poliestireno y se puso a comer; suspiré, le di la espalda y volví a sentarme frente a la computadora para terminar estas líneas.

Desde que le había dejado entrar en mi vida sentía que la catástrofe se encontraba a la vuelta de la esquina: yo era demasiado cálida, él era demasiado frío, y ambos éramos demasiado necios. Éramos un par de cojos intentando mantenernos en pie y avanzar hacia una meta que no atinábamos a adivinar. No obstante, había aprendido a sentirme cómoda con el clima que imperaba en nuestra dinámica de vida: chubascos emocionales un día y días soleados con sonrisas frescas al otro.

Y ese día, como muchos otros, lo invité a compartir conmigo la comida que había conseguido, en un momento de constipación emocional, para una persona solitaria.

Estaba aprendiendo a ir un paso a la vez, un día a la vez, un gesto a la vez.


Podía no ser más que mi amigo, pero sí era más que un compañero ordinario: estábamos juntos en aquel capítulo de nuestras vidas y no tenía mucho caso darle demasiadas vueltas al por qué o para qué de ello.

martes, 20 de septiembre de 2016

El chico que fumaba

—¿Te molesta que fume a tu lado?

Aquella pregunta me tomó desprevenida mientras me encontraba asomada por la pequeña ventana de la habitación; ¿Me molestaba? Definitivamente no.

Fumar era algo que él hacía desde que ambos estábamos en la preparatoria, cuando yo era algo parecido a una odiosa señorita y él era mi ciego enamorado. Fumaba cuando acudía, como fiel amante, a las puertas de la casa en que yo me hospedaba y fumaba igualmente mientras caminábamos, con las manos frías, hacia el parquecillo olvidado a las orillas de la ciudad que a mí tanto me gustaba. Fumaba mientras charlaba con él en aquel lugar y fumaba cuando me llevaba de vuelta a casa en medio de la madrugada. Lo que digo, fumaba incluso después de dejarme ir con su mirada llena de callada tristeza.

Cuando yo me volví un poco mayor, él lo hizo también: su espalda se ensanchó, sus facciones maduraron, continuó fumando y aprendió a odiarme.

Sé que nunca lo admitirá para mí en voz alta, pero lo noto en sus suspiros y lo leo en sus silencios; aunque me ama como a ninguna otra mujer, llegó a odiarme. No puedo culparlo, claro está; yo misma llegué a odiarme por el dolor que le causé en medio de mi necia y convulsa inmadurez.

Con un traicionero nudo en la garganta, me volví para contemplarlo; era, simple y llanamente, perfecto. No perfecto como esos modelos de ropa interior ni perfecto como los especímenes que aparecían en la gran pantalla; nada de eso. Ricardo era perfecto; al menos a mí me lo parecía.

Su piel era blanca, tan blanca que a la menor afección se volvía de un color rosado que me generaba una ansiedad tremenda. No era delgado ni tenía una musculatura exagerada, pero eso no hacía deslucir en modo alguno las trabajadas líneas de tinta negra que recorrían su pecho formando la imagen de un enorme ojo, simétrico e impasible, que me miraba desde su piel con fijeza, casi sin moverse con su calmada respiración. Me permití recorrer su cuello y su rostro con mi mirada hasta encontrarme mirando sin recato esos ojos de un color imposible que a nadie parecían extrañar; ojos azul de mar, ojos… ¿Tristes?

—No, no —respondí un tanto ofuscada, comprendiendo de golpe que esperaba mi respuesta para encender el cigarrillo—. De verdad, ¿no crees que si me molestara ya te lo habría dicho?

—¿Segura? —inquirió con su voz ronca.

—Segura, Ricardo —dije, percatándome de que su nombre en mi boca sabía como a néctar y me hacía cosquillas en el paladar—; no me molesta para nada que fumes, de hecho…

Me quedé callada de golpe. “De hecho, me gusta”, eso era lo que había estado a punto de decir, ¡vaya tontería!

No podía decirle que me gustaba aquel bendito hábito con sus matices suicidas, no podía decirle que disfrutaba la forma tan sutil en que se destruía a sí mismo mientras yo lo miraba sentadita y sin hacer nada, como una buena chica.

Pero, ¡demonios! ¡Cómo me gustaba!

Me gustaba sentir el humo de su cigarrillo inundando la habitación y colándose furtivamente en mis pulmones; adoraba el traicionero aroma del tabaco, que golpeaba mi nariz cuando besaba sus manos y que se impregnaba en mi cabello cuando hacíamos el amor; adoraba también el sabor… su sabor.
Me gustaba que fumara a mi lado porque era como si toda su esencia se derramara intensamente a mi alrededor, llenándome de vida y recuerdos, llenándome de él y de nuestra historia.

Ricardo me miró con curiosidad y recordé que, nuevamente, esperaba que yo dijera algo.

—Nada —dije negando quedamente con la cabeza.

—Bueno.

Lo amaba, no tenía ningún sentido negarlo a aquellas alturas del juego. Su voz sonaba tranquila, amable y profunda, como siempre; y, como siempre, aquello bastaba para hacerme estremecer. Esta vez, además, se adivinaba en su respuesta el atisbo de una sonrisa; una sonrisa triste y bella.

Con un gesto tan despreocupado que parecía ensayado, se desordenó el oscuro cabello y cogió su encendedor de la mesita de noche; lo accionó una sola vez y encendió el cigarrillo que segundos atrás había colocado entre sus labios. Dio tan sólo un par de caladas antes de apagarlo en el cenicero de cristal y ponerse en pie, sin un ápice de vergüenza, para acercarse a mí.

Cuando la sábana cayó al suelo pude comprobar por enésima vez lo que sobradamente sabía; que la contemplación de su cuerpo desnudo era algo que, incluso después de tantas noches, seguía provocándome un efecto de paro respiratorio: Era sencillamente inevitable. Se detuvo a mitad del camino, a poco más de un metro de distancia. En ese momento pude sentir como su mirada desvestía mi alma.

—¿Sabes que me encanta tu cuerpo?

Agaché la cabeza al escuchar aquellas palabras; lo sabía. Como la inmensa mayoría de las mujeres jamás me encontraría cien por ciento conforme con mi cuerpo; sin embargo, con los años había aprendido a aceptar el hecho de que a Ricardo y a algunos hombres que habían pasado por mi vida parecía darles igual si era más baja que la media, si mis piernas eran cortas y si pesaba diez kilos más de lo debido. Obligándome a poner atención, me esforcé para sonreír ante el cumplido; sí, jamás podría terminar de creérmelo, pero dedicaba buena parte de mis energías a restarle importancia a ello y agradecer educadamente a sus halagos ocasionales. Él lo sabía, estaba segura de eso, y estaba segura de que mientras estuviéramos juntos no iba a parar.

A veces me preguntaba si sería posible que los años pasaran, que la inminente tormenta que se cernía con imponencia sobre nosotros se desatara con toda su furia y que él y yo siguiéramos siendo de la misma forma que habíamos sido hasta entonces.

Finalmente, lo habíamos prometido.


En mi defensa, a los diecinueve años yo era joven y estúpida.

lunes, 11 de julio de 2016

La primera última vez

Mayo, 2016

—Ella es… perfecta —exclamó el joven de ojos grises con una sonrisa torcida en los labios, respondiendo a la pregunta que aún flotaba en el aire—. Me adora, le gusta todo lo que hago. Está estudiando literatura en Valenciana y le gusta que le cuente mis historias, se ríe de mis chistes y cree que soy genial. La conocí en el teatro, es una artista. Le prometí que si un día estoy tan enamorado como para casarme con ella le haré una galleta gigante, como las que aparecen en la televisión…

Cada palabra que él profería taladraba los oídos de la muchacha que dejaba de escucharlo fingiendo, neciamente, estar bien. “Yo también te adoro”, pensaba ella, “adoro tus historias, tus estúpidos y molestos chistes. Adoro tu voz pastosa, tu cabello descuidado, tu risa. Yo también creo que eres genial, estúpido bastardo insensible”.

La chica respiró profundo sintiendo como se formaba un molesto nudo en su garganta y cómo las lágrimas amontonadas en sus ojos oscuros comenzaban a nublarle la visión. Le ardía el rostro. ¿Cómo es que había estado tan ciega para dejarlo ir? ¿Cómo era posible que hubiera sido tan necia como para convencerse de que lo suyo jamás podría funcionar? En cualquier caso, se lo merecía. Se merecía cada corte que las palabras de su acompañante provocaban en su alma, se merecía cada puñalada emocional que le perforaba el corazón y se merecía aquella jodida sensación de ahogamiento.

Llevaba dos años de conocerlo y desde el primer momento él había mostrado un insano interés en ella. Con el paso de los meses, ella se acostumbró a encontrarlo en todas partes y a que él pasara de todo con tal de estar a su lado. Juntos vivieron los meses más maravillosos de la vida de la joven, siendo éstos una mezcla informe de ternura y pasión desenfrenada, un torbellino desordenado de risas y frivolidades que jugaban a ser serias.

Pero todo se fue al carajo finalmente, pues después de muchas escapadas nocturnas por la zona olvidada de la ciudad, él se atrevió a hablarle de amor; Ella, enfrascada en una relación enfermiza con su pasado, decidió explicarle pacientemente que era totalmente imposible que ellos llegaran a ser más de lo que eran en aquel entonces, porque él no era lo que ella necesitaba. Ese había sido su más grave error, no tardó ni un mes en lamentarlo y en decidirse a dejarlo todo de lado para volver a entablar su no relación con el chico andrajoso que le robaba el sueño. Él, si bien mostraba cierto resentimiento, pareció recibirla con los brazos abiertos y así, prontamente retomaron el ritmo de sus encuentros ocasionales.

Y por eso el golpe había sido tan fuerte para ella. ¿Cuándo fue que aquella chica “perfecta” había aparecido en la vida de su amante? No lo sabía, no había forma de saberlo en aquel momento; y tampoco importaba. “El que se enamora pierde”, él se lo había dicho en más de una ocasión y, ¡joder! Ella estaba perdiéndolo.

Tragando en seco se detuvo y fue entonces que la pregunta más importante se coló en su mente: ¿Era ese el final para ambos?

Segundos después él dejó de avanzar y se volvió hacia ella para mirarla. Bajita y regordeta, con el largo cabello castaño un poco enmarañado enmarcando su rostro lloroso. La quería ¿Cómo no iba a quererla? Pero sabía que ella era como una maldita veleta: un día estaba dispuesta a darlo todo por él y al día siguiente le decía que jamás podría quererlo de verdad. Él simplemente se había cansado de creerle y en aquella ocasión ya tenía a alguien. Si bien su nueva novia no era perfecta y era más un pasatiempo, al menos era mejor que la niña pija y llorona que se encontraba a su lado intentando convencerlo de sus sentimientos. Sin embargo, el verla ahí, tan vulnerable y desgraciada, lo movió a actuar en contra de su resolución.

—¿Estás bien? —preguntó él muy a su pesar, pues se había prometido alejarse de la chiquilla a la primera oportunidad que tuviera y la pregunta en cuestión sólo era la llave para motivar un nuevo acercamiento.

Ella alzó la mirada cristalina y lo jaló del cuello de la sudadera.

—Lo siento —dijo con un hilo de voz antes de ponerse de puntillas y estampar un beso torpe y desesperado sobre los labios del muchacho.

Aquello fue una sorpresa para ambos. No hubo respuesta inmediata y ella sentía que su corazón se caía a pedazos. Tras unos segundos él la apartó y la miró con furia contenida mientras ella reconstruía la careta que se había forjado con el paso de los meses y se preparaba para alejarse y pretender que todo estaba bien. Fue entonces que él la tomó del brazo y la obligó a mirarlo.

—Llegaste tarde —gruñó, jalándola para besarla con furia arrebatada.

Ella se mostró sorprendida, pero respondió a aquel impulsivo contacto con la misma intensidad. Sí, podía ser que hubiera llegado tarde, pero no iba a rendirse y con cada movimiento que hacía se esforzaba por demostrarlo. Él había se había cansado de esperar a que ella tomara una decisión, ella estaba determinada a demostrarle que esa decisión era real.

Al cabo de unos minutos se encontraban ambos escondidos en un rincón del parque, ella tenía los labios hinchados y la mirada perdida hacia el infinito. Entonces decidió jugar su última carta, esperando que los acontecimientos viraran a su favor.

—Entonces vamos a dejarlo, ¿no? —murmuró con un dejo de amargura—. Ella es perfecta, no necesitas nada de mí. Espero que seas muy feliz a su lado y que esto no se repita… sería una tontería de tú parte arriesgarlo todo por mí y sería una estúpida y una maldita si te lo permitiera.

Él la miró estupefacto ¿de verdad ella estaba aceptando ser dejada? No, no podía terminar así. Debían darse un final digno, algo memorable, al menos.

—Deberíamos hacer esto una última vez —dijo con un aire de remordimiento cuando la muchacha comenzaba a ponerse en pie para volver a su casa—. Ya sabes, por lo que nunca fue.

—¿Estás seguro? —preguntó ella, dudosa, pues si iba a hacer aquello necesitaba saber que él tampoco quería dejarla.

—Sí…

El pecho de la chica se removió gustoso mientras se aferraba a la camisa de su acompañante y se abalanzaba para llenarle de pequeños besos, procurando, eso sí, no dejar ninguna marca sobre la sensible piel del muchacho. Estaba decidida a hacer aquello, pero aun sabiendo que era un juego sucio, pensaba jugar tan limpio como le fuera posible.

—Por nosotros —murmuró mientras él comenzaba a acariciar sus gruesas piernas haciéndola estremecer—, por lo que nunca fue.

Entonces comenzaron a caer pequeñas gotas del cielo y él la besó con desesperación. No quería dejarla, no quería que ella lo dejara; pero sabía que lo suyo no podía durar para siempre. Se prometió a sí mismo que después de esa noche no volvería a buscarla, que la dejaría en paz y que finalmente ambos lo olvidarían todo y conseguirían seguir sus vidas por rumbos separados.

Sobra decir que al final todo se fue al carajo y llegaron a un punto sin retorno, donde todo lo que ambos amaron una vez fue corroído por el tiempo y por los resentimientos. Al final de esa noche, cuando él se despidió atrapando su boca una última vez ambos pusieron su firma sobre un triste contrato de negación.

Al final, esa fue la primera vez que intentaron dejarse: su primera “última vez”.

sábado, 18 de junio de 2016

Un año y un día



Hace un año y un día exactamente que me prometí a mí misma alejarme de mis tres peores vicios. Y hasta hoy, lejos de la sombra de tus ojos, fue muy fácil y grato cumplirme a mí misma dicha promesa. Sin embargo, haré un esfuerzo sobrehumano y esta noche, en tu regazo, sucumbiré ante mis más fatales demonios: me fumaré entero el blanquísimo humo del cigarrillo que juguetea con tu boca y, después, me ahogaré dichosa en el vino de tu copa. Pero lo que es más importante, te digo que en esta noche de perdición cometeré el peor de los pecados: volveré a abrirte de par en par las puertas de esa utopía a la que los ilusos llaman, estúpidamente, corazón… Es igual, ¿sabes? Ya me tomaré yo otro año y otro día más para recoger los pedazos de este sueño, convertirte en poesía y volverte a vivir.

jueves, 16 de junio de 2016

El único beso

Septiembre, 2014.

¿El primer beso? Lo recuerdo tan bien como si hubiera sido el único, recuerdo siempre su gusto dulcísimo,  tan acorde a la situación como era el fresco a esa noche de primavera, tan feliz como una esperada buena noticia… El primer beso, el más ingenuo y dichoso, me supo a chocolate.

El segundo beso, el cual sucedió a los pocos días del primero, ya tenía el sabor agridulce de la desobediencia: era sumamente emocionante. ¿Yo? Me sentía hermosa, fuerte, en el espejo veía a una auténtica rebelde. En esos días nació mi hermana gemela: la cínica. Pero yo, yo me sentía feliz.

El tercer beso, y el que le siguió a ése, sabían como a mentira, a temor. Algo me faltaba, algo te faltaba para hacerme feliz… algo que tenías pero yo no podía ver.

Hubo más besos. ¡Claro que los hubo! Los hubo en la boca y en la frente, en las manos y en los ojos, en las orejas y en tu vientre. Los hubo en lugares que sólo tú podías encontrarme. Y los hubo también en todas partes. Tú tan impetuoso como Romeo, yo tan idiota como Julieta, y la ciudad entera, mi triste balcón… Esos besos sabían a gloria.

Después vino el secreto… y con él llegó también la metamorfosis: la seguridad se convirtió en miedo; la gloria, en vergüenza; y yo me convertí en este ente miserable que vivía entonces adorándote en las sombras del día, esperando el tiempo en que llegara esa noche en la que me extrañaras tanto como para bajar al abismo en que me encontraba y tomaras posesión total de lo que ya era tuyo antes de que yo naciera. ¡Vamos! Que esperaba a tenerte sentado en mi jardín para regalarte todo mi amor mientras me caía a pedazos e intentaba sonreír. Los besos de esa época poseían una belleza fatal, tenían el sabor de la tristeza. Esos besos sabían a tabaco, sangre, alcohol y sudor… a lágrimas.

Hace poco creí que volvíamos al inicio, a los besos de dulce y chocolate, creí que esta vez podría hacer todas las cosas bien, sin cinismo, sin mentiras, sin balcones ni tristeza; creí que entonces nunca tendrías que dejarme. Nuestros besos en ese entonces tenían el sabor de la esperanza… eran ambrosía y néctar de mis alas rotas… y yo era feliz, inmensamente feliz.

Pero todo pasa, y el primer beso de la noche de ayer me supo a amor.

Me supo a amor, y entonces comprendí que era imposible que tú me amaras, que sólo hay sitio en mi vida para la soledad y para las letras que nacen de ella; comprendí que yo había perdido en este juego hacía ya mucho, mucho tiempo. Y fue entonces que llegó el último beso.

El último beso fue el más bello y el más doloroso de todos los besos que me diste hasta el día de hoy, ese beso me llenó la garganta y los sentidos con el sabor amargo de la muerte, el miedo y el odio, ese sabor amargo del amor… ese sabor a hiel…

¿El último beso? Lo recuerdo tan bien cómo si hubiera sido el único, recordaré siempre su gusto amargo, tan acorde a la situación como era el frío a mi alma desnuda, tan triste como tus inesperados ojos angélicos al llorar… El último beso, el más etéreo y hermoso, me supo a ti.


Y ella gana.