Otra vez comida china, como cada vez que me
sentía sin ánimos para preparar algo agradable al paladar o a la vista, como
cada vez que prefería evadir mis responsabilidades caminando hasta el
restaurantillo más cercano en lugar de conformarme con esa eficiente comida
congelada que me mantuvo viva durante mis no muy lejanos años de preparatoria.
Hoy compré comida china en el mismo lugar de siempre, con la misma china de
siempre y con el acostumbrado “¿arroz o pasta?” que sigue siempre a mi
atolondrada petición por el paquete número uno.
Otra vez un paquete número uno, con un
guisado, una porción de arroz, una servilleta y un tenedor; un paquete número
uno para una sola persona.
Podría parecer monótono visto desde afuera,
pero en realidad, existe un encanto particular en esta pequeña rutina… estoy
segura de que es así.
Quiero creer que es así.
Subí sintiendo como mis piernas daban pasos
titubeantes a lo largo del irregular callejón que lleva hasta el departamento
que comparto con alguien que era algo más que un amigo, recorrí escalón a
escalón las oxidadas escaleras de metal hasta quedar de frente a la puerta y
abrirla, escuchando el cotidiano e inevitable chirrido. Y es que así era
nuestra puerta: una completa escandalosa.
Lo primero que hice (después de ignorar
olímpicamente el familiar desorden que imperaba en nuestra diminuta cocina) fue
llamar a la puerta de mi compañero, lo segundo que hice fue abrirla sin
invitación: él no estaba ahí. Suspiré una vez, cerré su puerta y me metí a mi
cuarto. Sin mucha parsimonia acomodé mi laptop sobre mi pequeño escritorio y
preparé el cuarto de metro cuadrado que me sirve de mesita, dejé los desechables
ahí y me puse a escribir, siendo apenas consciente de como el hambre comenzaba
a escaparse sigilosamente de mi sistema.
Hoy recibí los resultados de una prueba,
decir que no fueron buenos es ser demasiado condescendiente: fueron sumamente
mediocres. No estoy orgullosa de ello, pero realmente creo que no era necesario
que el profesor nos dijera que era difícil que aprobáramos el curso si habíamos
fallado en este examen; de entrada, no es del todo cierto y, por otro lado,
¿qué tipo de mente retorcida debes tener para incitar a tus alumnos a abandonar
sólo porque la posibilidad de éxito, además de “mínima”, requiere demasiado esfuerzo? Claro, todo esto es
totalmente irrelevante, pero quizá esa desazón fue lo que, hace unas horas, me
motivó a coger mis audífonos, seleccionar la música más ruidosa y el volumen
más elevado, ponerme un vestido y salir a comprar, otra vez, comida china.
No era que siempre que compraba comida
china lo hiciera por haber experimentado algún tipo de decepción en mi andar
cotidiano.
Pensar eso sería estúpido.
Claramente, como estudiante de ingeniería y
como chica narigona y rellenita solía recibir bastantes desaires. A veces uno
cada dos semanas, a veces siete cada dos días y en ocasiones uno con cada
comida o con cada final de mes. No estoy diciendo –en modo alguno– que la gente
fuera mala conmigo, soy bien consciente de que la mayoría de las personas a mi
alrededor vivían al día, demasiado concentradas en sus propios complejos como
para invertir su tiempo en hacer sentir desairada a una chica totalmente
ordinaria; lo que digo es que, a los veinte, yo era una persona especialmente
predispuesta a desairarse.
A veces simplemente bastaba un comentario
sin malicia, otras veces era suficiente con que me mirara de reojo al espejo y
me pareciera que existía una recta de pendiente infinita donde debería haber
estado mi cintura, muchas veces la sensación de poder haber hecho las cosas
mejor de lo que me interesaba era asfixiante… en ocasiones, de hecho, bastaba
con comprar comida china para hacerme sentir que era, otra vez, una especie de
broma de mal gusto.
Fracasada, pequeña, rota.
Común.
Intrascendente.
Pesimista.
Extraordinariamente talentosa para
encontrar palabras autodenigrantes.
Cínica.
Escuché el sonido metálico de los pasos en
la escalera y reconocí el pesado andar de mi compañero. Me levanté sin mucho
ánimo y cerré la puerta de mi cuarto, al tiempo que me preguntaba si yo hacía
el mismo ruido siempre que llegaba al departamento. Me senté y volví a
escribir; lo escuché buscar sus llaves, hacerle cosquillas a nuestra sollozante
puerta y entrar resoplando hasta su cuarto. Algunas veces se encerraba y no me
hablaba a menos que fuera estrictamente necesario, y cuando lo hacía siempre
evitaba mirarme a los ojos a menos que tuviera esa mirada amenazante que decía
con toda claridad “no molestar”; otros días llegaba con las pupilas brillantes,
me abrazaba, se sentaba en mi cama y comenzaba a hablar sobre cosas que podían
o no ser geniales. Algunas veces me recostaba a su lado y dejaba que me
abrazara mientras pensaba en lo mucho que le quería, otras veces recordaba las
cosas por las cuales le detestaba con toda sinceridad.
Pasaron unos minutos antes de que llamara
secamente a mi puerta.
Pasaron unos segundos antes de que, como
siempre, me levantara para dejarle pasar.
Miré sus ojos fríos y reparé de paso en su
postura ligeramente encorvada, cuando me encontré con su sonrisa torcida y
sentí que mis labios temblaban un poco me pregunté cómo habíamos llegado hasta
ese punto. La pregunta se quedó atascada en mi garganta, como tantas otras
veces se habían quedado ahí las palabras de amor o las súplicas calladas de que
me dejara hundirme sola; la verdad de los sentimientos que aún no comprendía
permaneció oculta detrás de mis ojos, mis gafas y mi cabello despeinado y sólo
fui capaz de mostrar una sonrisa que intentaba ser cálida.
—Hola —dijo él.
Me miró con su perpetuo aire de
congoja y se sentó en la cama, mientras bufaba algo así como “sí, ahorita”.
Después de un par de minutos en silencio abrió la cajita de poliestireno y se
puso a comer; suspiré, le di la espalda y volví a sentarme frente a la
computadora para terminar estas líneas.
Desde que le había dejado entrar en mi vida
sentía que la catástrofe se encontraba a la vuelta de la esquina: yo era
demasiado cálida, él era demasiado frío, y ambos éramos demasiado necios.
Éramos un par de cojos intentando mantenernos en pie y avanzar hacia una meta
que no atinábamos a adivinar. No obstante, había aprendido a sentirme cómoda
con el clima que imperaba en nuestra dinámica de vida: chubascos emocionales un
día y días soleados con sonrisas frescas al otro.
Y ese día, como muchos otros, lo invité a
compartir conmigo la comida que había conseguido, en un momento de constipación
emocional, para una persona solitaria.
Estaba aprendiendo a ir un paso a la vez,
un día a la vez, un gesto a la vez.
Podía no ser más que mi amigo, pero sí era
más que un compañero ordinario: estábamos juntos en aquel capítulo de nuestras
vidas y no tenía mucho caso darle demasiadas vueltas al por qué o para qué de
ello.