Busco sin
descanso, con la mirada perdida escrutando el frío trozo de cristal, en el
momento justo en el que los segundos se precipitan hacia su ineludible muerte
en el intermedio.
Llegará. Pronto.
¿Qué es lo que
estoy buscando? Una promesa, un sueño, una mentira o un secreto; quizá el
pecado, quizá la penitencia. Suspiro, le vendo una ojeada indiscreta al pasado
y me encuentro entonces con camisas blancas y pasillos cuadrados, con ideales
obtusos y con virtudes sin alma: Veo con determinación las cuencas vacías de la
comodidad, de la negligencia y la evasión.
No volveré
jamás.
No, jamás
admitiré en voz alta que tengo miedo, pero en el silencio me veo obligada a confesar
que estoy aterrada. Un estremecimiento recorre toda mi columna vertebral ante
la sola idea de volver a estrellarme contra la realidad porque, aun cuando no es
la primera vez que hago esto, no me resulta ni un poco grata la perspectiva del
choque, el preludio para desaparecer inevitablemente.
Pienso sin descanso, con el alma perdida revisando los fragmentos de un corazón helado, en el instante preciso en que tomo, sin aceptarlo, un voto inquebrantable.
Porque cuando un
va a doscientos kilómetros por hora en un carril equivocado, las consecuencias
sólo pueden ser concluyentes.