lunes, 31 de julio de 2017

Lo nuestro


—No puedo.

El tono de súplica, apenas disimulado en su voz, hizo que mi corazón me reclamara —genuinamente acongojado— que me detuviera en aquel instante, que parara aquella locura y que pusiera un ultimátum a mi ego. Sí, el volumen de su voz fue lo suficientemente bajo como para fingir no haberla escuchado, pero el sufrimiento escondido en cada sílaba era sonoro, claro e inconfundible.

Ella, que ante los ojos del mundo era poco menos que la más extraña de mis amigas, era la misma que, en las sombras, me había enseñado a jugar en aquel juego que nos hacía perder la cordura y pedir a gritos un poco más. Ella era la misma chica a la que yo le había dicho toscamente que “lo nuestro”, fuese lo que fuese, no era para siempre, y como ella no había nadie que me hubiera puesto los términos y condiciones de algún negocio de forma más explícita:

Haremos esto así: olvida todo lo que crees saber, mantén tus expectativas al mínimo y recuerda, esto no es como en las películas.”

Yo accedí, ella accedió y los dos acordamos callarnos la boca; así comenzó todo.

Siempre estuvo claro, siempre hubo franqueza y sencillez, como en todo lo que ella hacía: Sólo amigos; amigos con una linda relación y una dosis discreta de sexo seguro y ocasional que sería suspendida en cuanto alguno de los dos encontrara a alguien “en serio”.

Sin dramas, sin exclusividad.

Nada escandaloso, nada inmoral, nadie lastimado.

Recuerdo que varias veces llegué a pensar que aquello era, simplemente, el crimen perfecto.
Hasta que ella lo encontró.

Odié la forma en la que la noticia llegó hasta mí puerta; como una tarjeta de crédito sin solicitar o un comentario de la tía Lola sobre mi incipiente calva: innecesaria, patética, mundana y, absolutamente, de mal gusto.

“Estoy con alguien”

Eso fue lo que ella dijo, entre dientes, con un aire bastante aturdido y con los ojos centrándose en un punto sobre la nada.

¿Y yo?

Le resté tensión al asunto tan bien como pude, la felicité con fingida emoción y me prometí guardar silencio sobre lo nuestro, eso que (finalmente) nunca había sido en realidad, que nunca sería otra vez y que se sentía como una patada en las pelotas.

Creí que podría hacerlo, pero —aunque, definitivamente, no la quiero— no se me antojaba posible renunciar a ella, quien con sus curvas desairadas y sus distraídos desaires me había mostrado una realidad desconocida; quien, sin amarme nunca, me mostró lo que se siente perderse entre un océano de telas con la persona correcta.

Fue ella quien me mostró que, con un poco de trabajo, ninguna voluntad es de acero y que con los movimientos adecuados hasta el más fiel titubea. ¡Irónico! Que ella, quien me había enseñado a moverme de la forma correcta, estuviera ahora a mi merced; que ella, que antaño fuera cazadora, acabara de enredarse sin remedio entre las redes de un juego que hacía un par de semanas era enteramente suyo.

Ella dudaba, lo supe por el brillo en su mirada, por el nudo invisible que se adivinaba en su garganta y por el hecho de que había cerrado la puerta de su departamento ocultándonos del resto del mundo aun cuando, claramente, estaba segura de mis intenciones. Me extrañaba, lo deseaba tanto como yo y sólo era necesario que hiciera el primer movimiento para que se olvidara de él y sucumbiera, de nuevo, ante mi voluntad.

Ante lo nuestro.

Pero no podía…

Enterró su rostro en mi pecho con un quejido lastimero. Vi los ojos marrones, que tanto había visto brillar, ocultos tras el velo de la vacilación, del miedo. Fue entonces que supe con certeza que ella no lo amaba aún y que, si había un momento para aceptar que —aunque, definitivamente, no la quiero— la quería libre y la quería para mí, era ese.

Podría haberle hecho aquello a cualquier otra mujer en el mundo, no sería algo complicado, pero no a ella.

Nuestro tiempo había pasado de forma irremediable, como el último suspiro de un desahuciado o como el llanto incansable de un bebé. Se había terminado, y llegado a ese punto sólo quedaba una forma de hacer las cosas. Me dije que debía olvidar todo lo que creía saber y reducir al mínimo cualquier expectativa sobre nosotros y, con un nudo en la garganta y aquella diminuta mujer encerrada entre mis brazos, me recordé que lo nuestro nunca fue como en las películas.

Que lo nuestro, para ser más precisos, nunca había sido.


Entonces, por última vez, me fui.

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