lunes, 2 de enero de 2017

Nadia...

Nadia era una chica ordinaria, al menos eso era lo que a ella le gustaba pensar. Tenía veintiún años y estaba estudiando una ingeniería en una universidad pública, pasaba la mayor parte del año viviendo en la capital junto a un amigo suyo y el resto del tiempo residía en su ciudad natal con su hermana y sus padres, una terapeuta y un contador. A Nadia le gustaba ver películas (en su mayoría, malas películas), a veces dibujaba y solía invertir la mayor parte de su tiempo en leer; ella juraba que su única pasión era convertirse en escritora, algún día, de alguna forma.

A lo mejor ese era el problema.

Nadia no quería ser ingeniera, Nadia no podía ser escritora: Nadia sólo existía, como una bolsa de basura flotando en el mar, como el recuerdo de un rumor que alguien hubiera escuchado alguna vez. Nadia respiraba, estudiaba, dormía, comía, reía y (sobre todo) lloraba.

La chica detestaba llorar, pero lo hacía con una frecuencia que le resultaba alarmante. A veces lloraba cuando abría los ojos por la madrugada y se quedaba mirando al techo preguntándose si todo tenía algún sentido, lloraba cuando algo no salía como esperaba, lloraba cuando se aferraba a su orgullo y evitaba pedirle un poco de atención al chico que le gustaba, lloraba también cuando se tragaba su orgullo y corría a refugiarse en sus brazos, lloraba cuando la dejaban plantada y lloraba también cuando regresaba de algún lugar al que había ido con ánimos de divertirse; lloraba con los créditos iniciales de las películas infantiles y lloraba con los créditos finales de las películas “para adultos”. De vez en cuando conseguía pasar una semana entera sin llorar, pero lo compensaba llorando con cada comida la semana siguiente.

“Voy a estar bien” Se repetía mentalmente, mientras intentaba recordar momentos en los que todo había estado peor. “Siempre estoy bien, ¿no? Nunca se me va de las manos, nunca he muerto y nunca he acabado en un hospital… Voy a estar bien.”

Pero, aunque casi nunca lo admitía literalmente en su pensamiento, era totalmente consciente de que las “situaciones” de los últimos meses comenzaban a escaparse totalmente de su control y que, si no había acabado en el consultorio de algún médico era solamente porque era lo suficientemente frívola como para no hacer cosas realmente peligrosas, que tuvieran consecuencias que ella tuviera que afrontar luego. Lo hacía así, porque sabía que entre más gente se metiera sería peor.

“Deja que los que te aman te apoyen”, le había dicho una mujer arruinada cuando ella tenía quince y decidió darle una oportunidad a la terapia; lo único que Nadia aprendió esa vez (además de que no era material “curable”) es que se sentía mucho peor ver como las personas a las que ella quería intentaban entender, dolía mucho más ver como perdían la paciencia y era horrible sentir a cada segundo la necesidad de gritarles que la dejaran sola, que no valía la pena. Dolía más ver como lentamente comenzaban a rendirse con ella, a cansarse de su histeria y a alejarse, porque no podían entenderlo, porque tal vez alguien más podría soportarla.

Por eso era mejor no dejar a nadie entrar, fingir que todo estaba bien. Bromear y reírse de cualquier estupidez. No expresar nunca opiniones demasiado contundentes y no esperar, bajo ningún concepto, que alguien realmente pudiera entenderla y ayudarla. Era su basura, sólo a ella le correspondía intentar deshacerse de ella.

Pero las cosas empeoraban lentamente. Las marcas de sus “ataques” comenzaban a notarse más que nunca y ella sabía que no podría mantener lejos a las personas que amaba, ni a los que la amaban. Iban a entrar, iban a ver la peor faceta de su personalidad y finalmente iban a soltarla, iban a dejarla sola, sintiéndose impotentes y cansados… decepcionados.

Nadia no quería eso, Nadia estaba casi segura de que no podría con eso.

—Lo siento —le había dicho a una de sus mejores amigas, después de confesarle que no todo iba bien—, me gustaría ser un poco menos… histérica.

Su amiga había reído. “No eres histérica”, le había dicho.

Pero Nadia no estaba bromeando, Nadia hacía lo único que le salía bien en los últimos meses: lloraba.

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