Mario era un
hombre de estatura más bien baja y complexión quebradiza, tenía el cabello
oscuro, las cejas pobladas y la nariz ligeramente ganchuda. Sobre esta última,
se acomodaban las sencillas gafas de armazón negro que mantenían su mirada
severa parcialmente oculta a los ojos de las personas poco observadoras. Mario mantenía
siempre una expresión ceñuda y los pies tan sobre la tierra como sus
particulares manías se lo permitían. No era especialmente devoto del sexo, no era
especialmente cooperativo, no era especialmente seguro y no era especialmente
simpático. A él le gustaba decir que era realista, Nadia pensaba más bien que
era temeroso y, más importante aún, era radical.
Por eso se
mostró sinceramente sorprendida al descubrir que detrás de ese envoltorio tan
peculiar se encontraba un chico que podía llegar a ser lindo, atento, amable e
incluso cariñoso. Mario era tan correcto que hacía que Nadia se sintiera un
completo desastre, y tan sobrio y pesimista que conseguía que se viera a sí
misma como un jodido carnaval.
Por otro lado,
estaba Víctor.
Para empezar,
Víctor era totalmente distinto a Mario.
Víctor era alto
y de espalda ancha, llevaba el cabello claro largo y desordenado y entre sus
ojos de color claro e hipnótico se encontraba una nariz perfectamente recta. No
llevaba lentes, era poco probable que los necesitara alguna vez pues no leía ni
un poco y su mayor fuente de estrés eran sus conquistas desatinadas y los
reclamos de sus padres, instándole a hacer algo de su vida en lugar de seguir
consumiendo indefinidamente sus recursos. Víctor solía estar siempre subido en
una nube y su rostro se mostraba en una triste y perpetua sonrisa. Nadia debía
aceptar que el sexo con Víctor era algo siempre fluido, pasional, romántico e
incluso algo que se daba por inercia, Víctor nunca le habría dicho que no a
algo que ella le pidiera y se encontraba bastante seguro de que Nadia le
pertenecería siempre de una forma en que nadie más podría tenerla, además de
que los dos tenían un humor que más bien rayaba la simpleza. Víctor pensaba que
era un visionario y un bohemio encantador, Nadia sabía que era un niño perdido
al que se le estaba acabando la suerte.
Nadia había
adorado a Víctor cuando ambos eran un par de jóvenes estudiantes de preparatoria,
le había entregado todo lo que podía ser entregado y a pesar de que las
vivencias parecían indicar que ese amor había sido totalmente unilateral, ella
solía pensar que, en realidad, en algún punto, habían sido amantes en el
sentido más literal posible.
Pero Nadia había
crecido y Víctor había sido incapaz de seguirle el paso. Al lado de Víctor,
ella se sentía como una persona totalmente centrada, y es que él era tan ajeno
a su realidad que ella se había hecho a la idea de llevar el rol de la aburrida
aguafiestas.
Con ambos podía
hablar, a ambos podía quererlos… pero habría sido una necedad el negar que
ambos eran diametralmente opuestos. Y más allá de su aspecto físico, de su rol
en la intimidad o de su forma de ver la vida, había una diferencia que
resultaba determinante: Víctor estaba en el pasado, y ese era el único tiempo
en que Nadia podía existir a su lado. Mario, con su muy particular encanto, era
su presente.
Y Nadia tenía
muy claro que no necesitaba a nadie más, siempre que pudiera encontrarse cerca
del curioso corazón de su compañero de estudios.
Y definitivamente, eso estaba
bien; incluso si todo pendía de un hilo y amenazaba con desmoronarse en
cualquier momento, Nadia había aprendido que, en realidad, nada dura para
siempre y que, así como Mario había aparecido justo cuando ella estaba lista
para convertir a Víctor en un capítulo terminado, alguien más llegaría a su
vida cuando estuviera lista para liberar a Mario de sus sentimientos,
convirtiendo su historia en un inolvidable y polvoso recuerdo.
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