sábado, 25 de marzo de 2017

Eran diametralmente opuestos

Mario era un hombre de estatura más bien baja y complexión quebradiza, tenía el cabello oscuro, las cejas pobladas y la nariz ligeramente ganchuda. Sobre esta última, se acomodaban las sencillas gafas de armazón negro que mantenían su mirada severa parcialmente oculta a los ojos de las personas poco observadoras. Mario mantenía siempre una expresión ceñuda y los pies tan sobre la tierra como sus particulares manías se lo permitían. No era especialmente devoto del sexo, no era especialmente cooperativo, no era especialmente seguro y no era especialmente simpático. A él le gustaba decir que era realista, Nadia pensaba más bien que era temeroso y, más importante aún, era radical.
Por eso se mostró sinceramente sorprendida al descubrir que detrás de ese envoltorio tan peculiar se encontraba un chico que podía llegar a ser lindo, atento, amable e incluso cariñoso. Mario era tan correcto que hacía que Nadia se sintiera un completo desastre, y tan sobrio y pesimista que conseguía que se viera a sí misma como un jodido carnaval.
Por otro lado, estaba Víctor.
Para empezar, Víctor era totalmente distinto a Mario.
Víctor era alto y de espalda ancha, llevaba el cabello claro largo y desordenado y entre sus ojos de color claro e hipnótico se encontraba una nariz perfectamente recta. No llevaba lentes, era poco probable que los necesitara alguna vez pues no leía ni un poco y su mayor fuente de estrés eran sus conquistas desatinadas y los reclamos de sus padres, instándole a hacer algo de su vida en lugar de seguir consumiendo indefinidamente sus recursos. Víctor solía estar siempre subido en una nube y su rostro se mostraba en una triste y perpetua sonrisa. Nadia debía aceptar que el sexo con Víctor era algo siempre fluido, pasional, romántico e incluso algo que se daba por inercia, Víctor nunca le habría dicho que no a algo que ella le pidiera y se encontraba bastante seguro de que Nadia le pertenecería siempre de una forma en que nadie más podría tenerla, además de que los dos tenían un humor que más bien rayaba la simpleza. Víctor pensaba que era un visionario y un bohemio encantador, Nadia sabía que era un niño perdido al que se le estaba acabando la suerte.
Nadia había adorado a Víctor cuando ambos eran un par de jóvenes estudiantes de preparatoria, le había entregado todo lo que podía ser entregado y a pesar de que las vivencias parecían indicar que ese amor había sido totalmente unilateral, ella solía pensar que, en realidad, en algún punto, habían sido amantes en el sentido más literal posible.
Pero Nadia había crecido y Víctor había sido incapaz de seguirle el paso. Al lado de Víctor, ella se sentía como una persona totalmente centrada, y es que él era tan ajeno a su realidad que ella se había hecho a la idea de llevar el rol de la aburrida aguafiestas.
Con ambos podía hablar, a ambos podía quererlos… pero habría sido una necedad el negar que ambos eran diametralmente opuestos. Y más allá de su aspecto físico, de su rol en la intimidad o de su forma de ver la vida, había una diferencia que resultaba determinante: Víctor estaba en el pasado, y ese era el único tiempo en que Nadia podía existir a su lado. Mario, con su muy particular encanto, era su presente.
Y Nadia tenía muy claro que no necesitaba a nadie más, siempre que pudiera encontrarse cerca del curioso corazón de su compañero de estudios.

Y definitivamente, eso estaba bien; incluso si todo pendía de un hilo y amenazaba con desmoronarse en cualquier momento, Nadia había aprendido que, en realidad, nada dura para siempre y que, así como Mario había aparecido justo cuando ella estaba lista para convertir a Víctor en un capítulo terminado, alguien más llegaría a su vida cuando estuviera lista para liberar a Mario de sus sentimientos, convirtiendo su historia en un inolvidable y polvoso recuerdo.

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