(Mayo, 2013)
—Está claro, en
serio. Deberíamos olvidarlo todo, ¿comprendes?
Lo murmuró con
su característico y chocante cinismo, con ese tono que evidenciaba lo iluminada
que se sentía. Yo la miré con detenimiento, la sentí a través del vacío y
comprendí que esta vez ella iba en serio con eso de “terminar”. Su cabello
alborotado decoraba, como siempre, sus mejillas, enmarcándolas entre mechones
azules y cobrizos; pero su rostro era más afilado que cuando la conocí; menos
de niña, más de mujer.
Un
estremecimiento me recorrió la columna vertebral al pensar que, ciertamente,
ella era toda una mujer porque yo me había encargado de ello. Lo medité un
segundo, me sentía… ¿orgulloso? Quizá.
Infravalorado,
probablemente.
El hechizo de su
voz se perdió cuando me encontré atrapado entre sus pupilas. Besarla, sí, eso
era lo que quería; besarla y echarle en cara lo que ella ya bien sabía: que lo
nuestro no podría terminar jamás, que mientras sus ojos oscuros vivieran en mi
memoria yo sería suyo, incluso si me acostara con todas las mujeres de la
tierra, que mientras yo fuera capaz de sentir, ella siempre me pertenecería
enteramente a mí, que me pertenecería como no podría pertenecerle jamás a
ningún otro hombre o mujer.
—Lo entiendo
—confirmé, y sentí como el odio que sentía por ella comenzaba a crecer a pasos
agigantados—, tienes razón; deberíamos
olvidarlo todo. Esta vez trataremos un poco más en serio, ¿te parece,
querida?
Esa fue mi
sentencia, y sus ojos heridos y firmes como dos pozos de oscuridad se mantuvieron
mirando los míos. Entonces dio una cabezada seca, hizo un ruido extraño con la
garganta y haló de mi para darme el beso más gélido y lascivo que jamás recibí.
Me besó con rencor, con rechazo y con reproche. Me besó posesivamente, como una
gata protegiendo su propiedad. La besé con todo el odio que pude imprimir en
mis labios, con nostalgia y con todo el amor que sentí en la vida; la besé como
si fuera la primera vez y, asegurándome de que nuestro tácito arreglo de
despedida había quedado perfectamente claro, me despedí de ella mucho antes de
que saliera el sol, tomando mis cosas y escapándome, como tantas veces, por la
puerta trasera.
Lo que ninguno
de los dos sabía era que aquella sería la última de todas las veces y de todas
las cosas…
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