miércoles, 30 de agosto de 2017

Decisión

La plateada melena, que hacía poco menos de un mes había sido de un color rosa chillante, se movía ante él como guiándolo a través de la oscuridad del parque. El húmedo viento otoñal revolvía todo amenazando a tormenta y el vestido azul de la chica se fundía en un movimiento armónico con la noche y la helada brisa.

Por un brevísimo instante, Fernando tuvo la certeza de que, cuando le llegara la hora de palmarla, ella volvería para ser su famosa luz y arrastrarlo sin contemplaciones a lo que fuera que hubiera al final del famoso túnel. Apenas pensarlo, la idea se le antojó absurda, bochornosa y melodramática a partes iguales: lo primero que había que objetar es que su relación había durado poco menos que una feria de pueblo; lo segundo, es que a ambos les faltaba mucho para palmarla de forma natural y, seguramente, cuando sus caminos se separaran definitivamente le llevaría menos de un año convertirla en un recuerdo embotellado.

Olvidaría su nombre, su voz, el color cremoso de su piel y hasta su extraño y desastroso corte de cabello. También olvidaría la forma en la que su cuerpo se había acoplado torpemente al suyo propio, el sonido de sus suspiros ahogados contra su cuello, sus pequeñas manos acariciando suavemente su rostro. Olvidaría además su curiosa y antiestética nariz, sus expresivas cejas y sus ojos.
Sus ojos, grandes y oscuros con una nota de sorpresa permanentemente refulgiendo en la superficie y con los secretos del amor, la vida y la paz palpitando eternamente en el fondo de sus pupilas. Sus ojos quietos y demandantes. Sus bonitos, enormes y odiosos ojos que lo miraban en aquel preciso momento, dulces y serenos.

Sí, definitivamente también acabaría por olvidar sus ojos.

—…¿Lo harías?

La voz de la muchacha le llegó como desde un lugar bastante lejano; sólo entonces fue que Fernando se dio cuenta de que, al parecer, ella había hecho más de una pregunta y que, en medio de sus absurdos, bochornosos y melodramáticos pensamientos había estado ignorándola. Afortunadamente, la chica pareció obviar ese detalle y siguió hablando antes de que él tuviera que abrir la boca para preguntarle a qué diablos se refería.

—Ya sabes… hacer alguna tontería, tomar alguna mala decisión sin pensártelo demasiado. Hacer algo que se sienta estúpidamente bien sólo porque se siente estúpidamente bien. Creo que deberías hacerlo.

Ella calló y Fernando supo que su propio gesto se había torcido en una mueca acongojada cuando un velo de duda y culpabilidad atravesó la limpia mirada de su compañera de estudios. En menos de un parpadeo, ella tomó airé y comenzó a hablar.

-No quise decir… bueno, yo…

El corazón de Fernando se encogió con un inoportuno aguijonazo. Ella había empezado a balbucear, ¡cómo odiaba verla balbucear! Una chica como ella no debería hacer esas cosas, no. Las chicas como ella hacían poesía, cantaban en la regadera y arrastraban a sus amigos a la pista de baile cuando había fiesta; las chicas como ella reían la mayor parte del tiempo y expresaban sus opiniones como si fueran axiomas, leyes universales u obviedades. No pensaban mucho, no sufrían mucho, no amaban mucho ni con exclusividad. Definitivamente, las chicas como ella no balbuceaban ante un hombre, menos ante uno como él.

Por eso odiaba verla balbucear, odiaba verla dudar y odiaba verla llorar; porque en esos momentos era cuando Fernando se sentía sobrecogido por la duda y se preguntaba, muy a su pesar, si no habría sido muy cruel o muy cobarde al decidir, por su cuenta, que ellos dos no podían (ni debían) estar juntos.

—Está bien —dijo finalmente, interrumpiendo aquel fastidioso acto de contrición—, no importa.

Y no importaba, porque ella no había dicho nada muy malo, ¿o sí? No. Sólo le había sugerido salir de su zona segura. Sólo una pregunta, una sugerencia y un absurdo amago de disculpa. Pero es que en serio le jodía mucho ver, en el velo de sus ojos, en el traicionero brillo que los quebraba, que a ella aún le importaba lo que él pudiera llegar a pensar. Le jodía, porque a las chicas como ella no les importaba nada ni nadie y, si tenías la mala suerte de caer en las redes de una, lo mejor que podías hacer para salir vivo era poner una cara dura, mantener la cabeza fría y alejarte prudentemente hasta que se olvidaran de ti.

El único problema (y lo que más le jodía) eran sus ojos. Porque conocía de memoria esa mirada que brillaba con luz propia, y la dilatación que se adivinaba en sus pupilas parecía ajena a la fresca oscuridad que los envolvía. Por un momento pensó en lo parecida que era a una gata observando seriamente a su prosa de juguete, o a una niña pequeña exigiendo una explicación a una cuestión de gran trascendencia. Siempre sus ojos.

Sus ojos problemáticos, fijos en él sin darle tregua, atrapándolo de una forma extraña; su mirada indómita gritándole un millón de palabras que él no alcanzaba a entender, murmurando suavemente y claramente cuatro letras que a él le producían ganas de llorar.

El mayor problema era que no Fernando no era tan idiota como para olvidar, alguna vez, esos ojos.
Con cierta resignación, le devolvió la mirada, temiendo que ella supiera lo mismo que él se negaba a reconocer: que, aunque ella fuera clavadita a otras chicas, le llevaría más de dos mil años encontrar a una persona que se le pareciera al menos un poco.

Porque Fernando sabía que cuando eres joven, frío y calculador, enamorarte de una llamarada es, por sí mismo, una pésima decisión; pero eso de tocarla, abrazarla y esperar a recibir su cálido beso sin quemarte… bueno, esa sí era una decisión estúpida.

Entonces, después de un relámpago y un trueno que rompió, ensordecedor, el silencio, las nubes se rindieron y dejaron caer sobre ellos una lluvia helada y tupida. Ella dio un respingo y la magia del momento se rompió cuando, atolondradamente, sus ojitos se movieron en la oscuridad para buscar un lugar dónde ponerse a cubierto.

Sin mediar palabra, lo cogió firmemente de la muñeca con sus pequeñas y congeladas manos y lo arrastro tras de sí a medio trote. Entonces Fernando se dio cuenta de lo completamente jodido que estaba desde que la conoció, pues ahí donde la fría mano de su compañera lo tocaba comenzaba a nacer una emocionante calidez.

Llevaba meses sin tocarlo con esa familiaridad, sin ningún atisbo de miedo.
Supo entonces lo mucho que la extrañaba.

—Sí —dijo entonces él, aunque le pareció que ya no venía a cuento—, sí lo haría.

“Otra vez”, pensó para sí.

Ella se paró en seco y se volvió hacia él, con la fría lluvia escurriendo por su rostro. Le dedicó un gesto de analítico entendimiento y, tras dos segundos que se le antojaron eternos, le regaló una de sus bonitas sonrisas y prosiguió su carrera, sin soltarlo, bajo el cielo nocturno.


Y Fernando se dejó hacer, se dejó guiar a través de la tormenta y se permitió acariciar, una noche más, la dulzura y la paz que sólo su más impulsiva e idiota decisión era capaz de obsequiarle.

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